La noche era cruel, no por los gritos, ya estaba acostumbrada. Tampoco por los llantos, era moneda corriente en mi hogar. El problema era yo. Había perdido la capacidad de sentir. Me había vuelto impermeable a las pasiones del alma.
Casi sin darme cuenta, olvidé esa capacidad de entender aquella cosa que los humanos llaman sentimientos.
No sabía lo que era el amor. La felicidad. La tristeza. El odio.
Había perdido la capacidad de sentir placer por todo.
Era una persona no emotiva. No emocional.
Deambulaba por la noche amorfa y sin sentido.
Habitaba en la nada.
Me sentía la nada. Y yo la sentía a ella.
Era como si mi alma se hubiera muerto y ni siquiera podía llorarla.
En esa pérdida del sentir también había perdido mis recuerdos.
No podía imaginar siquiera quién era.
Revolví todos los cajones tratando de encontrar algo que me permitiera comenzar de nuevo.
Descubrí que en esa pérdida me había perdido a mí.
Me di cuenta que de a poco se me murió el afecto, la aflicción, la fe, la ira. Que ya no existía la satisfacción.
Me pregunté qué iba hacer sin mi confianza, sin mi esperanza, mi orgullo, mi felicidad… qué iba a ser de mí, sin mí.
Traté de imaginarme sin el miedo y la cobardía de todos estos años.
Esa noche me di cuenta que mis gritos y mis lágrimas de a poco habían devorado mi ser.
Esa noche me di cuenta que los sentimientos son la pasión del alma y que un ser humano sin sentimientos no existe.
Esa noche, el último sentimiento que decidí matar fue mi propio dolor.
La noche era cruel, no por los gritos, ya estaba acostumbrada. Tampoco por los llantos, era moneda corriente en mi hogar. El problema era yo… Esa noche me di cuenta que poco a poco me dejé morir.
Casi sin darme cuenta, olvidé esa capacidad de entender aquella cosa que los humanos llaman sentimientos.
No sabía lo que era el amor. La felicidad. La tristeza. El odio.
Había perdido la capacidad de sentir placer por todo.
Era una persona no emotiva. No emocional.
Deambulaba por la noche amorfa y sin sentido.
Habitaba en la nada.
Me sentía la nada. Y yo la sentía a ella.
Era como si mi alma se hubiera muerto y ni siquiera podía llorarla.
En esa pérdida del sentir también había perdido mis recuerdos.
No podía imaginar siquiera quién era.
Revolví todos los cajones tratando de encontrar algo que me permitiera comenzar de nuevo.
Descubrí que en esa pérdida me había perdido a mí.
Me di cuenta que de a poco se me murió el afecto, la aflicción, la fe, la ira. Que ya no existía la satisfacción.
Me pregunté qué iba hacer sin mi confianza, sin mi esperanza, mi orgullo, mi felicidad… qué iba a ser de mí, sin mí.
Traté de imaginarme sin el miedo y la cobardía de todos estos años.
Esa noche me di cuenta que mis gritos y mis lágrimas de a poco habían devorado mi ser.
Esa noche me di cuenta que los sentimientos son la pasión del alma y que un ser humano sin sentimientos no existe.
Esa noche, el último sentimiento que decidí matar fue mi propio dolor.
La noche era cruel, no por los gritos, ya estaba acostumbrada. Tampoco por los llantos, era moneda corriente en mi hogar. El problema era yo… Esa noche me di cuenta que poco a poco me dejé morir.